La pérdida de su esposa enfrentó a Lewis al absurdo de la existencia.
(Imagen: Shutterstock)
La experiencia del escritor británico frente a la muerte ofrece una reflexión
de gran sabiduría en estos tiempos pandémicos.
La pandemia nos pone en una nueva posición ante la muerte, estamos lo
suficientemente cerca de ella para oler su ominosa familiaridad y el carnaval
de ausencias nos requiere prácticas renovadas de despedida y duelo. En este
entorno funeral, un amigo me pidió le recomendara una lectura de luto lenitivo.
La primera que vino a mi mente fue Una pena en observación (Anagrama, 1994) de
C.S. Lewis, el famoso novelista, filólogo y apologista cristiano de origen
irlandés.
En 1960, la
escritora norteamericana Joy Davidman sucumbió a un cáncer óseo y sumergió a su
esposo, C.S. Lewis, en la más oscura y honda congoja.
Hacía menos de una década que Joy, la antigua comunista convertida al
catolicismo por las infidelidades de su primer marido (el olvidado y abismal
novelista William Gresham), había llegado a la vida del empedernido solterón C.
S. Lewis. Unas cartas de la desasosegada lectora al admirado autor iniciaron
este improbable romance. Luego, en el ocaso de su primer matrimonio, Joy viajó
a Inglaterra a conocer a su corresponsal y el aleatorio amor se consolidó, no
sin dudas y percances. (Hay un hermoso relato adyacente sobre este idilio,
Lenten Lands, escrito por Douglas Gresham, uno de los hijos de Joy).
Para C.S. Lewis la relación con Joy le hizo experimentar, un poco tardíamente, la más profunda identificación, simpatía y felicidad, pues, como sugiere el propio escritor, la unión amorosa multiplica las virtudes de los géneros, tonifica los sexos y los espíritus y hace albergar al mortal la ilusión de permanencia. La fatalidad, sin embargo, estuvo presente desde el principio: una molestia muscular en la pierna de Joy se reveló como un cáncer. Ambos unieron su fe para implorar el milagro, pero éste no se consumó.
La pérdida de Joy, después de muchos sufrimientos, enfrentó a Lewis a la aflicción extrema, al absurdo de la existencia y a la indecencia cósmica que implica la muerte de los justos. Lewis experimentó el vértigo del solitario después de haberse fusionado tan virtuosamente; la obsesión y, al mismo tiempo, el miedo a la disgregación del recuerdo de la amada y la vergüenza por depender de un muerto.
Por lo demás, los designios incomprensibles del destino volvían al Dios de Lewis un interlocutor incómodo y poco simpático. ¿Con quién estamos tratando?, se pregunta Lewis, ¿con un sádico todopoderoso o con un benefactor que, sin embargo, te lastima tanto como un mal dentista? Con todo, Lewis fue aceptando gradualmente que no había pasado nada que no estuviera previsto en el camino humano y que las desventuras de su amor no eran nada ante los sufrimientos de otros. La propia inteligencia con que Lewis podía hurgar en su dolor constituía una prueba de esa débil pero agradecible capacidad de curarse del animal humano que le permite, con la serenidad ganada, restituir parcialmente las ausencias. Porque, dice Lewis: “he descubierto una cosa, el dolor enconado no nos une con los muertos, nos separa de ellos”.
(c) Armando González Torres - Ciudad de México / 20.11.2020
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