domingo, 4 de febrero de 2024

Prácticas de duelo: C.S. Lewis y las desventuras del camino humano

 

La pérdida de su esposa enfrentó a Lewis al absurdo de la existencia.
(Imagen: Shutterstock)

La experiencia del escritor británico frente a la muerte ofrece una reflexión de gran sabiduría en estos tiempos pandémicos.

La pandemia nos pone en una nueva posición ante la muerte, estamos lo suficientemente cerca de ella para oler su ominosa familiaridad y el carnaval de ausencias nos requiere prácticas renovadas de despedida y duelo. En este entorno funeral, un amigo me pidió le recomendara una lectura de luto lenitivo. La primera que vino a mi mente fue Una pena en observación (Anagrama, 1994) de C.S. Lewis, el famoso novelista, filólogo y apologista cristiano de origen irlandés.

En 1960, la escritora norteamericana Joy Davidman sucumbió a un cáncer óseo y sumergió a su esposo, C.S. Lewis, en la más oscura y honda congoja.
Hacía menos de una década que Joy, la antigua comunista convertida al catolicismo por las infidelidades de su primer marido (el olvidado y abismal novelista William Gresham), había llegado a la vida del empedernido solterón C. S. Lewis. Unas cartas de la desasosegada lectora al admirado autor iniciaron este improbable romance. Luego, en el ocaso de su primer matrimonio, Joy viajó a Inglaterra a conocer a su corresponsal y el aleatorio amor se consolidó, no sin dudas y percances. (Hay un hermoso relato adyacente sobre este idilio, Lenten Lands, escrito por Douglas Gresham, uno de los hijos de Joy).

Para C.S. Lewis la relación con Joy le hizo experimentar, un poco tardíamente, la más profunda identificación, simpatía y felicidad, pues, como sugiere el propio escritor, la unión amorosa multiplica las virtudes de los géneros, tonifica los sexos y los espíritus y hace albergar al mortal la ilusión de permanencia. La fatalidad, sin embargo, estuvo presente desde el principio: una molestia muscular en la pierna de Joy se reveló como un cáncer. Ambos unieron su fe para implorar el milagro, pero éste no se consumó.

La pérdida de Joy, después de muchos sufrimientos, enfrentó a Lewis a la aflicción extrema, al absurdo de la existencia y a la indecencia cósmica que implica la muerte de los justos. Lewis experimentó el vértigo del solitario después de haberse fusionado tan virtuosamente; la obsesión y, al mismo tiempo, el miedo a la disgregación del recuerdo de la amada y la vergüenza por depender de un muerto.

Por lo demás, los designios incomprensibles del destino volvían al Dios de Lewis un interlocutor incómodo y poco simpático. ¿Con quién estamos tratando?, se pregunta Lewis, ¿con un sádico todopoderoso o con un benefactor que, sin embargo, te lastima tanto como un mal dentista? Con todo, Lewis fue aceptando gradualmente que no había pasado nada que no estuviera previsto en el camino humano y que las desventuras de su amor no eran nada ante los sufrimientos de otros. La propia inteligencia con que Lewis podía hurgar en su dolor constituía una prueba de esa débil pero agradecible capacidad de curarse del animal humano que le permite, con la serenidad ganada, restituir parcialmente las ausencias. Porque, dice Lewis: “he descubierto una cosa, el dolor enconado no nos une con los muertos, nos separa de ellos”.

(c) Armando González Torres - Ciudad de México / 20.11.2020

sábado, 25 de agosto de 2018

Escritos de San Columbano, Abad y Monje Misionero

La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios, con tal de que la conserve


Hallamos escrito en la ley de Moisés: Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza. Consideren, se lo ruego, la grandeza de esta afirmación; el Dios omnipotente, invisible, incomprensible, inefable, incomparable, al formar al hombre del barro de la tierra, lo ennobleció con la dignidad de su propia imagen. ¿Qué hay de común entre el hombre y Dios, entre el barro y el espíritu? Porque Dios es Espíritu. Es prueba de gran estimación el que Dios haya dado al hombre la imagen de su eternidad y la semejanza de su propia vida. La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios, con tal de que la conserve.

Si el alma hace buen uso de las virtudes plantadas en ella, entonces será de verdad semejante a Dios. El nos enseñó, por medio de sus preceptos, que debemos redituarle frutos de todas las virtudes que sembró en nosotros al crearnos.

Y el primero de estos preceptos es: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, ya que él nos amó primero, desde el principio y antes de que existiéramos. Por lo tanto, amando a Dios es como renovamos en nosotros su imagen. Y ama a Dios el que guarda sus mandamientos, como dice él mismo: Si me amas, guardarás mis mandatos. Y su mandamiento es el amor mutuo, como dice también: Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado.

Pero el amor verdadero no se practica sólo de palabra, sino de verdad y con obras. Retornemos, pues, a nuestro Dios y Padre su imagen inviolada; retornémosela con nuestra santidad, ya que él ha dicho: Sean santos, porque yo soy santo; con nuestro amor, porque él es amor, como atestigua Juan, al decir: Dios es amor; con nuestra bondad y fidelidad, ya que él es bueno y fiel.

No pintemos en nosotros una imagen ajena; el que es cruel, iracundo y soberbio pinta, en efecto, una imagen tiránica. Por esto, para que no introduzcamos en nosotros ninguna imagen tiránica, dejemos que Cristo pinte en nosotros su imagen, la que pinta cuando dice: La paz les dejo mi paz les doy. Mas, ¿de qué nos servirá saber que esta paz es buena, si no nos esforzamos en conservarla?

Las cosas mejores, en efecto, suelen ser las más frágiles, y las de más precio son las que necesitan de una mayor cautela y una más atenta vigilancia; por esto, es tan frágil esta paz, que puede perderse por una leve palabra o por una mínima herida causada a un hermano.

Nada, en efecto, resulta más placentero a los hombres que el hablar de cosas ajenas y meterse en los asuntos de los demás, proferir a cada momento palabras inútiles y hablar mal de los ausentes; por esto, los que no pueden decir de sí mismos: Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento, mejor será que se callen y, si algo dijeren, que sean palabras de paz.

San Columbano, Instrucción 11, sobre el amor (1-2: Opera, Dublín 1957, pp. 106-107)

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Luz perenne en el templo del Pontífice eterno


¡Cuán dichosos son los criados a quienes el Señor, 
al llegar, los encuentra en vela! 

Feliz aquella vigilia en la cual se espera al mismo Dios y Creador del universo, que todo lo llena y todo lo supera.

¡Ojalá se dignara el Señor despertarme del sueño de mi desidia, a mí, que, aun siendo vil, soy su siervo!

Ojalá me inflamara en el deseo de su amor inconmesurable y me encendiera con el fuego de su divina caridad!; resplandeciente con ella, brillaría más que los astros, y todo mi interior ardería continuamente con este divino fuego.

¡Ojalá mis méritos fueran tan abundantes que mi lámpara ardiera sin cesar, durante la noche, en el templo de mi Señor e iluminara a cuantos penetran en la casa de mi Dios!

Concédeme, Señor, te lo suplico en nombre de Jesucristo, tu Hijo y mi Dios, un amor que nunca mengüe, para que con él brille siempre mi lámpara y no se apague nunca, y sus llamas sean para mí fuego ardiente y para los demás luz brillante.

Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro, dígnate encender tú mismo nuestras lámparas, para que brillen sin cesar en tu templo y de ti, que eres la luz perenne, reciban ellas la luz indeficiente con la cual se ilumine nuestra oscuridad, y se alejen de nosotros las tinieblas del mundo.

Te ruego, Jesús mío, que enciendas tan intensamente mi lámpara con tu resplandor que, a la luz de una claridad tan intensa, pueda contemplar el santo de los santos que está en el interior de aquel gran templo, en el cual tú, Pontífice eterno de los bienes eternos, has penetrado; que allí, Señor, te contemple continuamente y pueda así desearte, amarte y quererte solamente a ti, para que mi lámpara, en tu presencia, esté siempre luciente y ardiente.

Te pido, Salvador amantísimo, que te manifiestes a nosotros, que llamamos a tu puerta, para que, conociéndote, te amemos sólo a ti y únicamente a ti; que seas tú nuestro único deseo, que día y noche meditemos sólo en ti, y en ti únicamente pensemos. Alumbra en nosotros un amor inmenso hacia ti, cual corresponde a la caridad con la que Dios debe ser amado y querido; que esta nuestra dilección hacia ti invada todo nuestro interior y nos penetre totalmente, y hasta tal punto inunde todos nuestros sentimientos, que nada podamos ya amar fuera de ti, el único eterno. Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del firmamento, nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la Escritura: Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor.

Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo, a quien pertenece la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

San Columbano, Instrucción 12, sobre la compunción (2-3 Opera, Dublín 1957, pp. 112-114)

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La insondable profundidad de Dios


Dios está en todas partes, es inmenso y está cerca de todos, según atestigua de sí mismo: Yo soy —dice— un Dios de cerca, no de lejos.

El Dios que buscamos no está lejos de nosotros, ya que está dentro de nosotros, si somos dignos de esta presencia.

Habita en nosotros como el alma en el cuerpo, a condición de que seamos miembros sanos de él, de que estemos muertos al pecado.

Entonces habita verdaderamente en nosotros aquel que ha dicho: Habitaré y caminaré con ellos. Si somos dignos de que él esté en nosotros, entonces somos realmente vivificados por él, como miembros vivos suyos: Pues en él —como dice el Apóstol— vivimos, nos movemos y existimos.

¿Quién, me pregunto, será capaz de penetrar en el conocimiento del Altísimo, si tenemos en cuenta lo inefable e incomprensible de su ser? ¿Quién podrá investigar las profundidades de Dios? ¿Quién podrá gloriarse de conocer al Dios infinito que todo lo llena y todo lo rodea, que todo lo penetra y todo lo supera, que todo lo abarca y todo lo trasciende? A Dios nadie lo ha visto jamás tal cual es. Nadie, pues, tenga la presunción de preguntarse sobre lo indescifrable de Dios, qué fue, cómo fue, quién fue. Estas son cosas inefables, inescrutables, impenetrables; limítate a creer con sencillez, pero con firmeza, que Dios es y será tal cual fue, porque es inmutable.

¿Quién es, por tanto, Dios? El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios. No indagues más acerca de Dios; porque los que quieren saber las profundidades insondables deben antes considerar las cosas de la naturaleza. En efecto, el conocimiento de la Trinidad divina se compara, con razón, a la profundidad del mar, según aquella expresión del Eclesiastés: Lo que existe es remoto y muy oscuro, ¿quién lo averiguará? Porque, del mismo modo que la profundidad del mar es impenetrable a nuestros ojos, así también la divinidad de la Trinidad escapa a nuestra comprensión. Y, por esto, insisto, si alguno se empeña en saber lo que debe creer, no piense que lo entenderá mejor disertando que creyendo; al contrario, al ser buscado, el conocimiento de la divinidad se alejará más aún que antes de aquel que pretenda conseguirlo.

Busca, pues, el conocimiento supremo, no con disquisiciones verbales, sino con la perfección de una buena conducta; no con palabras, sino con la fe que procede de un corazón sencillo y que no es fruto de una argumentación basada en una sabiduría irreverente. Por tanto, si buscas mediante el discurso racional al que es inefable, te quedarás muy lejos, más de lo que estabas; pero si lo buscas mediante la fe, la sabiduría estará a la puerta, que es donde tiene su morada, y allí será contemplada, en parte por lo menos. Y también podemos realmente alcanzarla un poco cuando creemos en aquel que es invisible, sin comprenderlo; porque Dios ha de ser creído tal cual es, invisible, aunque el corazón puro pueda, en parte, contemplarlo.

San Columbano, Instrucción 1, sobre la fe (3-5: Opera omnia, Dublín 1957, pp. 62-66)


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Señor, danos siempre de este Pan.


El profeta dice: “Sedientos todos, acudan por agua” (Is 55,1)

Se trata de los que tienen sed, no de los que beben. 

Llama a los que tienen hambre y sed, aquellos que en otra parte les nombra bienaventurados (Mt 5,6), aquellos cuya sed jamás se apaga, y cuya sed aumenta cuanto más van a la fuente a beber. 

Debemos pues, hermanos, desear la fuente de la sabiduría, el Verbo de Dios en las alturas, debemos buscarla, debemos amarla.

En ella están escondidos, tal como lo dice el apóstol Pablo, “todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2,3) e invita a beber a todos los que tienen sed. 

Si tú tienes sed, vete a beber a la fuente de vida. Si tienes hambre, come el pan de vida. Dichosos los que tienen hambre de este pan y sed de esta fuente. Bebiendo y comiendo sin fin, desean cada vez más beber y comer; dulce es este alimento y dulce esta bebida. Comemos y bebemos, pero seguimos teniendo hambre y sed; nuestro deseo está colmado y seguimos deseando. 

Por eso David, el rey profeta, clama: “Gusten y vean qué bueno es el Señor” (Sal 33,9). Por eso, hermanos, sigamos nuestra llamada. La Vida, la fuente de agua viva, la fuente de la vida eterna, la fuente de la luz y manantial de claridad, ella misma nos invita a venir y beber (Jn 7,37). Allí encontramos la sabiduría y la vida, la luz eterna. Allí bebemos del agua viva que mana hasta la vida eterna (Jn 4,14).

San Columbano (563-615), monje, fundador de monasterios - Instrucción espiritual, 12,3 

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El que tenga sed que venga a mí y que beba


Amadísimos hermanos, escuchen nuestras palabras, pues van a oír algo realmente necesario; y mitiguen la sed de su alma con el caudal de la fuente divina, de la que ahora pretendemos hablarles. Pero no la apaguen del todo: beban, pero no intenten saciarse completamente. La fuente viva, la fuente de la vida nos invita ya a ir a él, diciéndonos: El que tenga sed que venga a mí y que beba.

Traten de entender qué es lo que van a beber. Que se lo diga Jeremías. Mejor dicho, que se lo diga el que es la misma fuente: Me abandonaron a mí, fuente de agua viva —oráculo del Señor—.
Así, pues, nuestro Señor Jesucristo en persona es la fuente de la vida. Por eso, nos invita a ir a él, que es la fuente, para beberlo. Lo bebe quien lo ama, lo bebe quien trata de saciarse de la palabra de Dios. El que tiene suficiente amor también tiene suficiente deseo. Lo bebe quien se inflama en el amor de la sabiduría.

Observen de dónde brota esa fuente. Precisamente de donde nos viene el pan. 
Porque uno mismo es el pan y la fuente: el Hijo único, nuestro Dios y Señor Jesucristo, de quien siempre hemos de tener hambre. Aunque lo comamos por el amor, aunque lo vayamos devorando por el deseo, tenemos que seguir con ganas de él, como hambrientos. 
Vayamos a él, como a fuente, y bebamos, tratando de excedernos siempre en el amor; bebamos llenos de deseo y gocemos de la suavidad de su dulzura.

Porque el Señor es bueno y suave; y, por más que lo bebamos y lo comamos, siempre seguiremos teniendo hambre y sed de él, porque esta nuestra comida y bebida no puede acabar nunca de comerse y beberse; aunque se coma, no se termina, aunque se beba, no se agota, porque este nuestro pan es eterno y esta nuestra fuente esperenne y esta nuestra fuente es dulce. Por eso, dice el profeta:
Sedientos todos, acudan por agua. 

Porque esta fuente es para los que tienen sed, no para los que ya la han apagado. Y, por eso, llama a los que tienen sed, aquellos mismos que en otro lugar proclama dichosos, aquellos que nunca se sacian de beber, sino que, cuanto más beben, más sed tienen.

Con razón, pues, hermanos, hemos de anhelar, buscar y amar a aquel que es la Palabra de Dios en el cielo, la fuente de la sabiduría, en quien, como dice el Apóstol, están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer, tesoros que Dios brinda a los que tienen sed.

Si tienes sed, bebe de la fuente de la vida; si tienes hambre, come el pan de la vida. 
Dichosos los que tienen hambre de este pan y sed de esta fuente; nunca dejan de comer y beber y siempre siguen deseando comer y beber. 
Tiene que ser muy apetecible lo que nunca se deja de comer y beber, siempre se apetece y se anhela, siempre se gusta y siempre se desea; por eso, dice el rey profeta: Gusten y van qué dulce, qué bueno es el Señor.

San Columbano, Instrucción 13 sobre Cristo, fuente de vida (1-2: Opera, Dublín 1957.pp. 116-118)
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Tú, Señor, eres todo lo nuestro


Hermanos, seamos fieles a nuestra vocación. A través de ella nos llama a la fuente de la vida aquel que es la vida misma, que es fuente de agua viva y fuente de vida eterna, fuente de luz y fuente de resplandor, ya que de él procede todo esto: sabiduría y vida, luz eterna.

El autor de la vida es fuente de vida, 
el creador de la luz es fuente de resplandor. 

Por eso, dejando a un lado lo visible y prescindiendo de las cosas de este mundo, busquemos en lo más alto del cielo la fuente de la luz, la fuente de la vida, la fuente de agua viva, como si fuéramos peces inteligentes y que saben discurrir; allí podremos beber el agua viva que salta hasta la vida eterna.

Dios misericordioso, piadoso Señor, haznos dignos de llegar a esa fuente. En ella podré beber también yo, con los que tienen sed de ti, un caudal vivo de la fuente viva de agua viva. Si llegara a deleitarme con la abundancia de su dulzura, lograría levantar siempre mi espíritu para agarrarme a ella y podría decir: «¡Qué grata resulta una fuente de agua viva de la que siempre mana agua que salta hasta la vida eterna!»

Señor, tú mismo eres esa fuente que hemos de anhelar cada vez más, aunque no cesemos de beber de ella. Cristo Señor, danos siempre esa agua, para que haya también en nosotros un surtidor de agua viva que salta hasta la vida eterna. Es verdad que pido grandes cosas, ¿quién lo puede ignorar? Pero tú eres el rey de la gloria y sabes dar cosas excelentes, y tus promesas son magníficas. No hay ser que te aventaje. Y te diste a nosotros. Y te diste por nosotros.

Por eso, te pedimos que vayamos ahondando en el conocimiento de lo que tiene que constituir nuestro amor. No pedimos que nos des cosa distinta de ti. Porque tú eres todo lo nuestro: nuestra vida, nuestra luz, nuestra salvación, nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro Dios.

Infunde en nuestros corazones, Jesús querido, el soplo de tu espíritu e inflama nuestras almas en tu amor, de modo que cada uno de nosotros pueda decir con verdad: «Muéstrame al amado de mi alma, porque estoy herido de amor».

Que no falten en mí esas heridas, Señor. Dichosa el alma que está así herida de amor. Esa va en busca de la fuente. Esa va a beber. Y, por más que bebe, siempre tiene sed. Siempre sorbe con ansia, porque siempre bebe con sed. Y así, siempre va buscando con amor, porque halla la salud en las mismas heridas. Que se digne dejar impresas en lo más íntimo de nuestras almas esas saludables heridas el compasivo y bienhechor médico de nuestras almas, nuestro Dios y Señor Jesucristo, que es uno con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

San Columbano, Instrucción 13 sobre Cristo, fuente de vida (2-3: Opera, Dublín 1957 pp. 118-120)
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viernes, 14 de julio de 2017

La Liturgia y nuestros sentidos

No sería una exageración decir que la mayoría de la gente depende en gran medida de lo que experimenta a través de sus sentidos.
Incluso muchos, probablemente se describen como "Personas visuales", haciendo hincapié en la dependencia de lo que les ofrece a través de la vista.

Cuando añadimos al extraordinario impacto de las experiencias visuales, las de la audición, el olfato, el gusto y el tacto, es obvio que dependemos de nuestros sentidos para entender casi cualquier cosa que encontremos.

Nuestra liturgia toca esos mismos sentidos.
Después de todo, somos humanos; y nuestra adoración, así como nuestras vidas cotidianas, están íntimamente ligadas en el encuentro de personas y cosas a nuestro alrededor a través de nuestros sentidos.

Tantas veces encontramos cómo nuestros sentidos nos permiten experimentar los misterios que celebramos.

Estamos rodeados de obras de arte y de arquitectura. 
La música en sus distintas formas nos energizan. 
El perfume del incienso nos eleva hacia lo sublime.
La Palabra de Dios y la sacralidad del silencio nos capturan. 
Éstas son sólo algunas muestras de la riqueza de nuestras expresiones de conexión sagrada y de nuestras experiencias Católicas de adoración.

Cuando todos estos elementos se juntan para la adoración, lo llamamos ritual. Es ésta rica mezcla de palabras y acciones, lugares y fragancias que nos permiten experimentar la acción salvadora de Dios. Esto lo replicamos a través de nuestra humanidad, la misma humanidad que Jesús abrazó completamente en la Encarnación. 

Estas manifestaciones de conexión entre lo divino y lo humano las encontramos presentes de muchas y a la vez únicas experiencias personales, familiares y comunitarias en el Celebración de la Eucaristía y en la otros sacramentos.

Cada uno de nosotros construimos nuestra conexión humana con lo divino basados en cierta comprensión y experiencia humana para transmitir su significado y permitir su acción transformadora.

Existe, sin embargo, un peligro de ritualizar nuestra adoración. Podemos convertirla en un fin en sí misma más que un medio para un llegar y expresar un Mayor bien. Puede llegar a convertirse en algo mecánico y meramente externo más que una profunda expresión de fe.

Como resultado, los ritos pueden convertirse en una rutina cansada y aburrida y ejecutada de una manera que niega su verdadero objetivo y significado. 

La Sagrada Liturgia puede convertirse en palabras repetidas y gestos, desprovisto de toda transformación potencial.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Vasija de barro. Dúo Benitez y Valencia 1950

Vasija de barro. Dúo Benitez y Valencia 1950

Oswaldo Guayasamín (1919-1999) fue algo más que un destacado pintor ecuatoriano: un símbolo viviente de la riqueza cultural de su país y de todo el Continente. Hijo de un indígena de ascendencia quechua que trabajó como carpintero, taxista y camionero, Oswaldo fue el primero de diez hermanos. Amigo de poetas y artistas tan grandes como Pablo Neruda, García Márquez o Atahualpa Yupanqui, su casa era un centro de acogida para todos los que gozamos un día de su generosa hospitalidad.

«Vasija de Barro» se escribió en 1950 durante una fiesta en su casa quiteña. Inspirados en un cuadro del pintor, cuatro amigos suyos escribieron cada uno una estrofa. Fueron los poetas Jorge Carrera Andrade (1902-1978), Jorge Enrique Adoum (1926-2009), Hugo Alemán (1898-1983) y el escultor Jaime Valencia (1916-2010). Por la madrugada, los cantantes Gonzalo Benítez Gómez (1915-2005) y Luis Alberto "Potolo" Valencia (1918-1970) del famoso dúo Benítez-Valencia completaron la composición musical que sería un danzante, ritmo ecuatoriano precolombino. La letra hace alusión a la costumbre indígena quechua de enterrar a los muertos en huacos, nombre con que el que se designa a unas vasijas de barro cocido, que sorprenden por la gran calidad de su arcilla.

Es ésta la versión original de sus creadores, grabada el 14 de Noviembre de 1950 por el Dúo Benítez-Valencia, que acompaño con imágenes recientes de un Día de Difuntos en la pintoresca población de Otavalo, situada en la Sierra Norte del Ecuador.

VASIJA DE BARRO. Danzante
Música: Benítez- Valencia
Letra: Carrera Andrade, Adoum, Alemán y Valencia

Yo quiero que a mi me entierren
como a mis antepasados,
en el vientre oscuro y fresco
de una vasija de barro.

Cuando la vida se pierda
tras una cortina de años,
vivirán a flor de tiempo
amores y desengaños.

Arcilla cocida y dura,
alma de verdes collados,
barro y sangre de mis hombres,
sol de mis antepasados.

De ti nací y a ti vuelvo,
arcilla, vaso de barro.
Con mi muerte vuelvo a ti,
a tu polvo enamorado.